miércoles, 25 de noviembre de 2009

A Koss Koster, argonauta de mares tempestuosos


Hace unos años, una periodista me dijo que guardar un archivo de prensa era del todo inútil, porque ahora se podía encontrar todo en Internet. Incrédula me negué a dejar de inmediato los viejos hábitos, pero lentamente fui botando todo hasta quedarme solamente con algunos libros y recortes, más con afán de coleccionista que de otra cosa.

Hoy me reprocho no haber sido más rigurosa. Al cabo de intensa búsqueda en todos los buscadores que conozco no logro encontrar más datos de un periodista al que admiraba, Koss Koster, asesinado en 1982 por el ejército salvadoreño junto a otros cuatro colegas de su misma nacionalidad.

Tan sólo una escueta nota que da cuenta del homenaje realizado por sus colegas salvadoreños recuerda que Koss, Jan Kuiper, Hans Ter Laag y Joop Willemson dieron su vida por testimoniar el horror de lo que ocurría en aquellos momentos en Centroamérica.

Nada dice esa nota de los libros que escribió Koss y tampoco hay un hipertexto que permita llegar a alguno de sus artículos o al contexto en que ocurrió aquél acto de salvajismo. Y yo. migrante incipiente del papel al espacio virtual, no tengo las claves para una navegación exitosa en el profuso mar cibernético. Remo pues, en reversa (como dicen los chilotes en mi país) sin avanzar a destino.

Busco por Arnulfo Romero+ arzobispo, y entonces sí tengo mejores resultados sobre la figura de Koster – más no de sus escritos- y hasta encuentro a Jan Schmeitz, otro periodista holandés que conocí en los 80 y de quien “San Google” me dio su paradero hace unos días.

II
Conocí a Jacobus Andreas Koster, Koss, en una Misa de domingo en la catedral de San Salvador en 1980. Yo trabajaba en una revista con recursos suficientes como para enviarme a esa parte del mundo, dirigida por una mujer que sabía que la única manera de sustentarse en un país donde no se podía escribir de política nacional era teniendo buenos reportajes internacionales. Joven, aventurera y con el gen reportero inoculado desde mi más tierna infancia, no dudé en partir- habiendo previamente sugerido el tema- al lugar donde un Obispo corajudo se atrevía a desafiar al gobierno de facto.

El Obispo Romero hacía misas todos los domingos y sus homilías eran leídas como verdaderos discursos políticos; por tanto, si quería entrevistarlo debía estar ahí. Terminada la liturgia, recibiría un premio entregado por una agencia holandesa. A continuación venía una rueda de prensa y Koss fue el único periodista que llamó la atención por el estado de las cosas en un país al borde de la guerra civil.

Por eso me acerqué a él en el hotel Intercontinental, donde se alojaban los periodistas extranjeros, incluyéndome. No era un hombre muy sociable, pero cuando supo que venía de Chile me orientó sobre lo que ocurría y me dio datos sobre personas que debía entrevistar. Así llegué a Ignacio Ellacuría, un jesuita preclaro que dirigía la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador, y posteriormente al mismo Romero, un hombre de Iglesia con algo de santo.

El asesinato del Arzobispo, una semana después de que lo entrevistara, nos conectó más estrechamente. Recuerdo una de sus cartas, donde hablaba con profundo dolor y rabia sobre este hecho adelantándose quizá a su propia muerte.

Nos reencontramos en Nicaragua, luego en Panamá y después en Chile. Aquí estábamos en plena dictadura, pero había un movimiento que se organizaba y la Iglesia era la única voz que podía desafiar públicamente al poder de facto, mientras que la Vicaría de la Solidaridad el refugio de los familiares de los detenidos desaparecidos, los ejecutados, los presos políticos.

Juntos entrevistamos a Enrique Alvear, otro obispo ejemplar, y fuimos a poblaciones donde su figura de extranjero no pasaba inadvertida.

La última vez que nos vimos, a fines de 1981, quedamos de encontrarnos nuevamente en El Salvador. Pero yo no acudí a la cita, porque mis compañeros me querían luchando acá y no en aquellas tierras de caudalosas tempestades.

III
El día que supe de la muerte de Koss estaba en mi cama, en Santiago, preguntándome si me levantaba enseguida o si me daba un poquito de licencia para permanecer entre las sabanas. En sordina oía el Diario de Cooperativa, programa de radio tan necesario como el café con leche a esa hora de la mañana.

El redoble de tambores me despertó de una vez: el locutor hablaba del asesinato de cuatro periodistas holandeses a manos del ejército salvadoreño. Mi incredulidad era tan profunda que enmudecí por el resto del día.

“Diecisiete personas decapitadas. No se busca a los autores" fue el titular del último artículo de Koos Koster, publicado en el diario holandés Hervormd Nederland, diez días después de su propio asesinato en Chalatenango, un pueblito muy pequeño cerca de San Salvador, donde había estado meses antes con periodistas italianos.

Así era el Koss Koster que conocí: incisivo, escueto, temible con la pluma y la palabra, pero también tremendamente tierno. Jugado en un cien por ciento, porque – como cita Ana Sebastian en su blog - pensaba que “el sobrevir obliga”.

Eso era, al fin y al cabo, lo que nos unía asumiendo en aquellos tiempos riesgos indecibles. En El Salvador conocí el hedor de la muerte junto a los cuerpos que se descomponían tan rápidamente bajo un calor tórrido. Allí también supe que la vida podía acabarse en un segundo si tan solo decías una palabra de más o de menos, o si hacías un gesto que podía parecer sospechoso. Tampoco aquello me era tan ajeno en el Chile de entonces, pero de alguna manera era distinto, porque acá conocías los códigos.

Koos tenía algo de esos profetas del Viejo Testamento que te hacían sentir en falta si no estabas en la línea más radical. Tenía sus razones para la rabia: había visto demasiados abusos, asesinatos, mentiras, componendas.

Era también un hombre de convicciones cristianas, casi cercano al martirologio. Sobre su muerte y la de sus compañeros Ignacio Ellacuría escribió: “Los periodistas holandeses no necesitaban ir a un sitio tan conflictivo, y si optaron por ir a él, es porque pensaron que en El Salvador y en Guatemala, como antes en Nicaragua y en Chile, se está jugando el destino de lo que pueden hacer y de lo que pueden ser los pobres de la tierra. No era mera curiosidad lo que les movía: en la decisión clara de participar en el destino de unos hombres, a quienes no podían considerar ajenos, porque eran hombres y eran hombres oprimidos”.

IV
Después que supe que Koss fue muerto y torturado anduve como alma en pena. Imaginaba la escena, el sadismo militar, la locura . Necesitaba decirle las cosas que habían quedado en el silencio, guardadas para el encuentro que no se produjo.

Lo hice meses después en Hilversun, la ciudad donde se encontraba el canal de televisión para el cual trabajaba y donde me indicaron el camino al cementerio donde lo enterraron. Me senté al lado de su tumba escuchando cantar a los pájaros que celebraban con sus gorjeos la llegada de la primavera. Recuerdo la plena calma de ese sitio despojado de artificios y recordatorios vanos, la sencillez del pueblo, la absoluta ausencia de elementos discordantes.

Lloviznaba cuando volví a la estación para volver a Ansterdan y la blusa hindú que llevaba puesta comenzó a desteñirse dejando surcos rojos en mis brazos y sobre mi pantalón claro. Era, sentí, un simbólico adiós.

Pero Koos había de volver (en verdad nunca se ha ido, porque él es, como dice una canción, de aquellos muertos que alumbran el camino) en momentos de crisis, en sueños, mostrando una playa donde recalar al cabo de un azaroso viaje.

Y se aparece hoy en esos cielos enormemente cambiantes en Santiago y Valparaíso; cielos inéditos en verano a causa de un trastorno climático, nubosamente bellos, impredecibles en sus mutaciones, que me hacen recordar a Centroamérica, sus tormentas tropicales y las crueles masacres de hace casi tres décadas.

3 comentarios:

Margot Fuentes Kratter dijo...

Las palabras a Koos nacen de tu noble y gran corazón. Y de la consecuencia, valor escaso y ya olvidado en estos tiempos y en esta geografía.

Gabriela dijo...

No recordaba el hecho, pero tu texto me sumergió de nuevo en esos años de dolor y muerte....

oscar dijo...

hola señor chileno me gustaria conocerlo sabe que desde siempre he querido conocer algun amigo de mi papa mi nombre oscar arnulfo lopez kooster soy salvadoreño nacia un 8 de agosto de 1980 bueno quisiera saber mas de padre y usted me puede ayudar..gracias y Dios todo Poderoso lo va Bendecir mucho. mi correo oscar_kooster@hotmail.com gracias